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Brasil: ¿cómo reconstruir el Partido de los Trabajadores?

Brasil: ¿cómo reconstruir el Partido de los Trabajadores?



El Partido de los Trabajadores tiene una oportunidad para convertirse en la opción progresista al Gobierno de Bolsonaro, pero debe volver a conectar con las bases. 
Luis Ignacio Lula da Silva ganó las elecciones brasileñas en 2006 con 58,3 millones de votos. Había batido el récord. Fue la mayor votación de todos los presidentes de la historia democrática de Brasil. Al acabar su legislatura abandonó Brasilia con una popularidad del 87% según los últimos datos recogidos por el Instituto Brasileño de Opinión Pública y Estadística (IBOPE). Otro récord. Doce años después, Lula está en la cárcel y Jair Bolsonaro, al que muchos denominan el anti Lula, llegó a Brasilia con 57,7 millones de votos. Ni Brasil es el mismo ni tampoco lo es el Partido de los Trabajadores (PT). Los dos grandes retos a los que el PT se enfrenta en 2019, 39 años después de su creación, son un antipetismo galopante en la sociedad y el futuro posterior a Lula.
De acuerdo con los números, el PT no ha salido derrotado de esta elección. Fernando Haddad obtuvo el 44,87% de los votos, con 56 diputados los petistasconsiguieron el mayor grupo parlamentario del Congreso y además el PT continua hegemónico en el noreste, donde, por ejemplo, ya en el primer turno, Rui Costa consiguió el gobierno del importantísimo estado de Bahía. Sin embargo, el antipetismo ha sido el gran vencedor del pleito, este sentimiento viene forjándose desde 2016, el año de la destitución de la presidenta Dilma Rousseff. Bolsonaro sabía de esta gran baza y construyó su campaña en la demonización del Partido.
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Manifestación contra Dilma Rousseff, Lula da Silva y el Partido de los Trabajadores en Brasil. (NELSON ALMEIDA/AFP/Getty Images)
Son varias las razones de este rechazo, que se propagó como la pólvora por la sociedad brasileña. La primera es que los brasileños culpan al PT por la crisis económica que comenzó en el segundo gobierno de Dilma. La segunda viene derivada porque en 2012 la operación Mensalão colocó a altos cuadros petistas en la cárcel. Años después, Lava Jato vuelve a poner el centro de atención en el Partido. Para gran parte de la prensa y de la sociedad brasileña estaba claro que los petistas eran el mayor grupo corrupto del país. Traición es la palabra que más repiten aquellos que hoy votan a Bolsonaro, pero habían votado al PT durante años: “¿Cómo voy a votarles de nuevo si son todos corruptos y han hundido a Brasil en su mayor crisis? Yo creí en ellos pero nos han traicionado a todos”, dice Patricia, de 56 años, empresaria que votó a Lula y a Dilma, pero defendió el impeachment y hoy repite las fórmulas antipetistas con fervor. La tercera razón, es que este sentimiento tiene otro factor explicativo, una de las herencias más terribles que el país carga sobre sus hombros, la desigualdad. La mayoría de los votantes de Bolsonaro son de clase media y alta. El presidente obtuvo hasta el 75% de los votos en los municipios brasileños con renta media y alta, pero no llegó al 25% en las localidades más pobres. Fernando Haddad prevaleció en 9 de los 10 municipios más pobres. La diferencia de voto definida por la clase económica se repite cuando nos fijamos en el marcador racial. En 9 de cada 10 ciudades con mayoría blanca ganó Bolsonaro. En 7 de cada 10 con mayoría no blanca ganó Haddad, según datos del Tribunal Supremo Electoral. Existe una cuestión social muy nítida en un país tan desigual como Brasil y sin la cual no se puede entender prácticamente nada: el desprecio por el pobre. La marca por la que todo el mundo reconoce los gobiernos petistas fueron las políticas públicas de complementación de renta, como la famosa Bolsa Familia, y las acciones afirmativas que permitieron que 36 millones de brasileños salieran de la miseria (de acuerdo con la información publicada por el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística -IBGE), compraran una lavadora, un frigorífico, frecuentaran centros comerciales, aeropuertos y universidades, los lugares que los habitantes de las periferias y favelas nunca habían ocupado. El porcentaje de negros en las universidades federales, que forman gran parte de la élite del país, dobló de 5,5% en 2005 a 12,8% en 2015 (según datos del IBGE), gracias a los programas de cuotas raciales en la enseñanza superior pública. Muchos no perdonaron. “Esa Bolsa Familia sólo es una forma de financiar a los perezosos y pobres de este país que no hacen nada. ¿Y esa cosa de las cotas? ¿Los negros quitando el espacio de mi hijo? Para nosotros, la clase media, nada. ¿Quién gobierna para nosotros que somos los que pagamos impuestos?”, señala Karen que es empresaria. Tiene 40 años. Vive en un barrio de clase media en São Paulo y dice lo que todos sus vecinos opinan. La misma clase media (el IBOPE señala que el 49% de la población brasileña pertenece a la clase C, o clase media, aquellos con renta media de 1 a 3 sueldos mínimos cifrado en 998 reales) que había votado a Lula porque pensaba que podría mejorar el país, se dio cuenta de que las políticas de ascensión social para los más pobres, que también enriquecían a los más ricos, atacaban su posición. En tiempos de crisis económica, cuando el tamaño del pastel se hace cada vez menor, el resentimiento de clase surge a raudales. Lo más curioso es que aquellos que habían sido beneficiados por las políticas petistas y consiguieron mejorar la vida hasta llegar a integrar las llamadas nuevas clases medias, adoptaron el mismo discurso de las clases medias tradicionales (el IBGE asegura que durante los dos gobiernos Lula, 30 millones de brasileños ascendieron de las clases E y D (los más pobres) a la clase C, configurando el contingente de la nueva clase media). El Partido de los Trabajadores esperaba de ellos fidelidad. No la obtuvo. En el imaginario colectivo el PT pasó a ser el partido de los pobres que gobernaba contra las clases medias y nuevas clases medias. El último motivo fue que el PT perdió la clase media pero también hubo sectores de las clases populares que votaron a Bolsonaro, y esto supone algo dramático para un partido que construyó su base política entre los más pobres. Para entenderlo hay que analizar el papel de las iglesias evangélicas, especialmente pentecostales y neopentecostales, que tienen en los más pobres su público favorito. Desde 2014, el discurso de los pastores dentro de muchas iglesias fue una crítica moralista fuerte al Partido, construyendo la idea de que este atacaba la familia tradicional, la religión y los valores cristianos (el número de evangélicos creció 61% en los últimos 10 años de acuerdo con los datos del IBGE).
Para recuperar los votos de la clase media el PT debería atacar el tema de la corrupción, pero no parece dispuesto a dar ejemplo en este sentido, porque, según su lectura, aceptar su papel en los escándalos supondría aceptar que el impeachment a Dilma Rousseff fue legítimo y que la prisión de Lula fue justa. Ambas son cuestiones por las que los líderes petistas no van a pasar. La retórica del golpe y de la prisión ilegal de Lula seguirán acompañando al Partido. Para la clase media tradicional también es muy importante el desafío de la seguridad pública. Bolsonaro representa la salida del populismo penal y la mano dura, pero el PT no tiene una propuesta clara para este tema prioritario que atormenta a los ciudadanos. A pesar de que las clases populares sufren mucho más la violencia, esta siempre ha estado más relacionada con las preferencias electorales de la clase media debido a una intensa criminalización de la pobreza y de la población negra y periférica que siempre ha permeado la política brasileña.
El PT tiene dos desafíos para recuperar los votos de los más pobres. El primero será construir la oposición a las medidas gubernamentales de ajuste fiscal, corte de gastos públicos y disminución del presupuesto en políticas sociales que están en la agenda del ministro de Economía, Paulo Guedes, y que supondrán un duro golpe para aquellos que necesitan la ayuda del Estado. El segundo, mucho más complicado, será reconectar a los pobres de las regiones sur y sureste del país y entender que ya nadie gobierna Brasil sin las iglesias evangélicas y sin tener una estrategia sobre el discurso moralizante de las mismas. Por ejemplo, grandes sectores de trabajadores industriales, que formaban los nichos electorales lulistas, ahora se apartan de la lógica sindical y se acercan a la lógica de la Biblia. Dentro del partido la consigna es clara, “tenemos que reaproximarnos a las bases”, “abandonamos nuestras bases y debemos volver a ellas”. Por un lado, la base electoral popular lulista ha cambiado y el PT enfrenta dificultades para entender y analizar estos cambios. Por otro, el Partido pasó mucho tiempo lejos de la gente ocupado con la logística del poder y la gobernabilidad en Brasilia. Volver a acercarse a las periferias, las favelas, los negros, las fábricas o los trabajadores no será tan fácil. Sobre la nueva clase media, tal vez la cuestión más complicada que enfrenta el petismo, y que ya se comenta intrapartidariamente, sea contrarrestar el discurso de la meritocracia y el individualismo que lleva a estos grupos a no reconocer el papel de las políticas públicas petistas, de las cuales se beneficiaron, e inclusive a rechazarlas.
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Partidarios del candidato del Partido de los Trabajadores, Fernando Haddad, en Sao Paulo, Brasil. (Victor Moriyama/Getty Images)
El Partido no puede asumir estos desafíos sin un líder. Fernando Haddad, indicado por Lula, quien fuera ministro de Educación y alcalde de São Paulo, podría ser una buena opción porque es un líder joven, no está contaminado por la corrupción y tiene una gran preparación. Su problema es que es mejor gestor que político y que nunca ha sido reconocido como un hombre de partido. Siempre ha estado distante de los grandes nombres, los que manejan los bastidores. La otra opción puede ser la actual presidenta del PT, Gleise Hoffmann, lo opuesto a Haddad. Ella no representa nada nuevo en política y además ha estado envuelta en problemas de corrupción, sin embargo, Hoffmann, es mujer de partido y está en su cima más alta. Dado que muchos de los líderes históricos petistas han estado en prisión o permanecen en ella debido al Mensalão o la Lava Jato (figuras clave en el nacimiento del PT y sus primeros gobiernos como José Dirceu, José Genoino o Antonio Palocci), Hoffmann ha asumido el papel protagonista del partido, transformándose en su referencia y en el rostro más visible sobre todo desde la prisión de Lula. Sea quien sea la persona que asuma este liderazgo, habrá de conducir al Partido en una nueva etapa, el poslulismo. Hasta ahora Lula lleva sobre las espaldas dos condenas, una de 12 años y otra de 12 años y 11 meses, ambas por corrupción pasiva y lavado de dinero. Faltan seis procesos más. Muchos ya especulan que tal vez Lula no salga más de prisión. El problema es que el PT y Lula se confundían. Un líder histórico, carismático y bajo cuya sombra orbitaba todo el partido. Lula, la gran fortaleza del PT, pero también su gran debilidad, porque su hiperpersonalismo no ha dado opción real a otros líderes. Ahora no hay otra. El Partido debe superar a Lula y al lulismo.
Corrupción, crisis económica, cuestiones morales, abandono de las bases. Muchos retos pero varios ases en la manga. El PT es hegemónico en la izquierda brasileña, cuenta con una importante militancia, con la región noreste de Brasil y, de momento, es la única opción real de oposición progresista al Gobierno de Bolsonaro. Ahora todo dependerá de si sabe jugar con inteligencia en la oposición y de si cumple con el mantra que tanto se repite en las reuniones internas: “volver a las bases”.

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